Tanto positivas como negativas, las emociones son la representación interna (o reacción subjetiva) de los actos que ocurren en nuestra vida.
Se trata de un proceso automática que no podemos controlar, a pesar de que muchas veces las reprimimos o nos esforzamos por mostrarnos como si esa clase de emoción no nos estuviese invadiendo por dentro.
Podemos decir que existen 6 emociones básicas o primarias: alegría, tristeza, asco, miedo, sorpresa y enfado. Todas éstas existirían en todos los seres humanos con independencia de la cultura en la que se hayan desarrollado. Posteriormente, podríamos combinar emociones primarias, dando lugar a otras secundarias que podríamos considerar más complejas (de igual manera, si mezclamos los colores primarios amarillo y azul obtendríamos un color secundario que sería el verde, cuya naturaleza no podría existir si no se tratase de una mezcla entre los dos colores de la mezcla inicial).
Aunque podemos categorizar las emociones como positivas o negativas, esto no es del todo correcto dado que no son ni buenas ni malas por sí mismas, aunque sí pueden ser agradables o desagradables para nosotros. Por ejemplo, el miedo: el miedo podemos entenderlo como una emoción negativa porque nos hace sentir mal, genera unas sensaciones en el cuerpo que no son deseables. Pero no podemos olvidar que el fin último del miedo sería alejarnos de una situación que puede resultarnos peligrosa o que puede atentar contra nuestra vida. De este modo, a pesar de causarnos un desagrado interior, no podemos decir que algo que nos ayuda a evitar un suceso peligroso sea una emoción negativa.
¿Dónde radica el problema entonces? Precisamente en la interpretación que nosotros hacemos de lo que estamos sintiendo. Hemos aprendido a lo largo de nuestra vida que algunas emociones son deseables (alegría y sorpresa agradable) y que otras hay que evitarlas y no exteriorizarlas públicamente (tristeza y enfado).
Una emoción es instintiva, no podemos decidir cuándo la vamos a sentir y hacia qué la vamos a sentir, por mucho que nos esforcemos. Esa fuerza subjetiva (por llamarla de algún modo) que nos provocan las situaciones que vivimos, va a estar dentro de nosotros y tenemos que canalizarla. Para ello, es necesario entender qué está pasando dentro de nosotros y aceptarlo. Una vez superada esta primera fase, llega el momento de dejarla salir al mundo exterior, pero de una manera controlada.
Si me pasa algo que me produce tristeza, puede provocarme ganas de llorar, y se trata de una necesidad fisiológica. Si quiero llorar pero no lo hago porque me da vergüenza que me vean así públicamente, estoy alimentando esa tristeza que ronda en mi interior, provocando que crezca. Si alargamos esto en el tiempo, ese crecimiento va a ser desmesurado y se va a expandir, llegando a producirnos un estado de ánimo triste, por lo que ya va a afectarnos en todas las esferas de nuestra vida.
¿Por qué no lloramos en público? Porque quien sea se inventó que llorar en público está mal, es vergonzoso o no podemos mostrarles nuestras debilidades a los demás (como si del enemigo se tratase), y nosotros nos lo creímos.
Si alguna vez hemos llorado, seguro que ahora mismo se nos puede venir a la cabeza esa sensación de libertad, de quitarnos ese nudo de la garganta, que nos ayuda a quitarle un poco de fuerza a la enorme tristeza que estamos experimentando para poder empezar a ver las cosas con perspectiva. Algunos sucesos en la vida, no pueden comenzar de una manera muy diferente, como por ejemplo el duelo por la muerte de un ser querido. Y ese momento de tristeza junto con la expresión del llanto va a ser el comienzo de un camino hacia la superación, aunque no el olvido.
Por el contrario, con la alegría no sucede lo mismo. Cuando experimentamos algo que nos produce una gran sensación de alegría, muchas veces, lo primero que hacemos es buscar con quién compartirlo.
Con el miedo, el asco, la sorpresa y el enfado, encontramos que depende un poco del hecho que nos lo haya provocado. Hemos aprendido que algunas situaciones nos deben provocar un asco social y otras un enfado socialmente aceptable.
Debemos cambiar esa concepción errónea de que algunas emociones están bien vistas en público y otras no, por nuestro bienestar mental y corporal:
- Las emociones son inevitables. Su expresión también lo es. No debemos intentar suprimirlas porque lo único que vamos a conseguir es que crezcan dentro de nosotros hasta que un día nos hagan estallar.
- Expresar cualquier tipo de emoción en un lugar público no es algo de lo que sentirse avergonzado. No podemos olvidar que la expresión emocional no debe atentar contra el bienestar de otras personas. Igual que debemos quitarnos el lastre de no llorar en público, a la hora de expresar el enfado o el asco tenemos que ser comedidos. Y no porque estemos delante de otras personas, sino porque es una emoción que tenemos que aprender a liberar de una manera más correcta. La activación fisiológica del enfado, por ejemplo, nos puede llevar a alzar la voz, gesticular de manera exagerada etc., así que tenemos que aprender a expresar el enfado explicándole a los demás qué es lo que nos ha hecho sentir mal, y esto podemos hacerlo mediante una discusión.
- No debemos asustarnos por las emociones que nos encontramos diariamente entre los desconocidos. Podemos aprender a respetarlas y con este respeto le transmitiremos a los demás que no es malo lo que están haciendo (siempre y cuando no se salga de contexto).
Entre todos, podemos empezar a construir una nueva concepción del terreno emocional, entendiendo que no es peor el que las deja “escapar” en público.
Debemos liberar esa energía interna para quitarnos el peso de encima y poder seguir avanzando. No ignores tus emociones, escúchalas, cuídalas y, en definitiva, alíate con ellas para que te ayuden a entender qué es lo que te está sucediendo.
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